Cuando yo era pequeña, en pleno franquismo, existía algo llamado Festival folklórico de los pirineos, en Jaca. Creo que sigue existiendo pero ya no es famoso. Todos los años, transmitían las actuaciones que iban intercalando una región española con un país extranjero. Recuerdo lo orgullosa que me sentía entonces por nuestra variedad cultural y nuestro arte. Eran los tiempos en que los catalanes tenían fama de trabajadores, no de avaros; los andaluces destacaban por su alegría, no por su pereza; los gallegos se consideraban aventureros, no cerriles; los castellanos austeros, no malvados represores; incluso a los vascos se les admiraba por ser fuertes y valientes, y prefiero no decir lo que opino ahora de ellos.
¿Qué fue de nuestra España? Ahora cada cual sólo intenta conseguir una parte mayor del pastel. Cuando digo que amo a mi país, la gente piensa que soy una radical fanática. En el extranjero, sin embargo, es lo más natural honrar tu himno y tu bandera. No sé si es consecuencia de la guerra civil o si siempre hemos sido así de estúpidos. Otras naciones tienen tanto o más para enorgullecerse o avergonzarse y, con todo, siguen manteniendo muy vivo su patriotismo. Aquel que no se valora a sí mismo, difícilmente va a ser apreciado por otros. El desprecio de la propia cultura sólo conduce a la decadencia. También el hecho de resaltar aquello que nos diferencia frente a lo que nos une.
España es un país donde practicamente todas las familias cuentan con miembros procedentes de varias regiones distintas; sin contar con los lazos sanguíneos con otros países. Dar la espalda a esa realidad significa volver a la prehistoria. Y, a pesar de que la llamada Fiesta Nacional me repugna, yo sí soy capaz todavía de decir: viva España.
Música: Cosa de dos. La quinta estación