Hace poco alguien me dijo que no voy a ninguna parte con esta sensibilidad. Creo que tiene razón, pero es que yo siempre he sido así y no voy a cambiar ahora. De hecho tuve una temporada, allá por la adolescencia, en que decidí arroparme en varias capas como una cebolla para que nadie me hiciera daño nunca más. Sin embargo, cuando conocí a mi marido, sin darme cuenta fui perdiendo todas esas capas, y al nacer mis hijos volvía a ser yo al natural. Eso significa que sufro más, pero también disfruto más.
Probablemente no sirvo para escribir en internet, pero es lo único que sé hacer. Renuncié a trabajar para ser ama de casa, pero tampoco soy de estas mujeres que se pasan el día limpiando y cocinando. Necesito tener siempre la cabeza ocupada y en este momento, por desgracia, tengo motivos de sobra para pensar y escribir continuamente. Nunca me había interesado la política, pero ahora estamos tratando sobre principios y valores.
Ya sé que no puedo hacer nada, que muchos entran a este blog nada más a criticarme, pero me consuelo pensando que tal vez uno de cada diez se queda pensando en mis palabras. No podría sentirme bien conmigo misma si me limitara a lamentarme sin hacer nada para remediarlo. Pero esto tampoco me resulta agradable. Me siento culpable, sí, de estar llevando la contraria a tanta gente, diciéndoles lo que no quieren oir y siendo antipática para muchos. Pero también sé que sólo puede hablar de amor y familia quien lo ha vivido.
Pero hay algo que ha estado claro desde el principio: no obligo a nadie a entrar en mi blog. Cuando cerré mis comentarios, pensé que iba a perder la mayoría de las visitas. Cuando dejé de comentar, con más razón, pensé que muchos me olvidarían. Sin embargo, no me puedo quejar, sigo teniendo bastantes lectores. No sé si para bien o para mal, ni quiero saberlo. Pero mientras me quede la esperanza de que alguien me siga, yo seguiré también.