Las películas de los años sesenta en España estaban basadas en una mentalidad muy básica y algo infantil. Tal vez por eso todavía se ven con gusto, aunque choque el cambio de costumbres. Las de los setenta, se basaban principalmente en el destape y eran muy previsibles, pero tenían su gracia. A partir de ahí, comenzaron a aparecer las subvenciones estatales, las cuadrillas de amigos según la ideología dominante y los "nuevos talentos" instantáneos.
En EE.UU para ser actor hay que pasar, en general, por una criba impresionante. Se requiere asistir durante años a una escuela de actores y competir con cientos de aspirantes por un papel. Aquí basta con ser conocido de alguien, modelo, hijo de, o caerle bien a los responsables del dinero. También es imprescindible generalmente ser de izquierdas y llevar una vida "liberal". Con esas condiciones, ya se sabe que todas las películas resultan cortadas por el mismo patrón.
Son comedias sin pretensiones, salpicadas de palabrotas y mucho sexo; o tragedias macabras hasta el límite; películas tristes, lentas y melancólicas; o reivindicaciones de la segunda República. De esta regla escapan de vez en cuando excepciones, como es natural; auténticas obras maestras, que suelen pasar desapercibidas para el gran público y no salen rentables. Luego todo se arregla diciendo que la gente no ve cine español porque no se le hace publicidad.
Lo cierto es que no van simplemente porque no tiene comparación con el americano, ni por argumento, ni por actores. Siempre dirá alguno que nos queda Almodóvar, pero su cine se ha convertido en una máquina de "eppatter" que dicen los franceses, sin más objetivo que el escándalo. Algo muy genuíno español, por otra parte. Hacer buen cine, como todo, cuesta tiempo y esfuerzo y, por tanto, está en contra de la mentalidad actual.