Ignoro si en otro tiempo estuve loco; pero hoy, leyendo
cierta entrevista, he sentido que he hecho el canelo durante todos estos
años
LA democracia, nos instruía Somerset Maugham,
es una fiesta a la que se invita a todo el mundo, pero en la que luego
sólo puedes entrar si agasajas al portero. A agasajar al portero lo
llamaba la vieja teología «halagar al mundo». Que la sentencia de
Somerset Maugham es una verdad como un templo lo comprobamos, por
ejemplo, en el modo en que los políticos demócratas confiesan su
filiación: un político de izquierdas se confiesa de izquierdas tan
campante y orgulloso de serlo; un político de derechas, en cambio, se
presenta acomplejadamente como «centrista», o «reformista·, o cualquier
otra mamarrachada al uso, pero no dirá ni aunque lo torturen
pellizcándole las tetillas que es de derechas. Cuando alguien se declara
de derechas se convierte, ipso facto,
en un aguafiestas de la democracia; y lo que la democracia necesita son
animadores, no aguafiestas. Sospecho que ahora mismo no hay en el mundo
un solo demócrata, del Papa abajo, que se atreva a decir que es de
derechas.
Otra forma de animar la democracia consiste en
no hablar de las cuestiones que la democracia juzga escabrosas y como de
lumpen católico, como por ejemplo el aborto. En España, por ejemplo,
hubo un tiempo en que la derecha aguafiestas, para rascar votos entre el
lumpen católico, se puso a dar la tabarra con estas cuestiones,
interpuso recursos de inconstitucionalidad contra su práctica y hasta
prometió que una vez que alcanzase el poder cambiaría las leyes que las
amparan. Pero, una vez alcanzado el poder, la derecha decidió que había
que animar la democracia; y, desde entonces, decidió aparcar estas
cuestiones escabrosas. Un verdadero demócrata no debe hablar de ciertos
temas escabrosos, pues le dirán que está obsesionado (como si denunciar
las miles de vidas gestantes que cada día son arrojadas al vertedero
fuese «obsesión»); y, si es un demócrata en pugna con sus creencias,
deberá en todo caso ver, oír y callar, so pena de ser considerado lumpen
católico.
Yo no he nacido para ver, oír y callar; así
que, para mi salud personal, opto desde hoy por no ver ni oír ciertas
cosas, para no tener que callar como hago hoy. En cierta ocasión, una
lectora me escribió una carta pidiéndome que, si algún día perdía la fe,
no lo dejase traslucir en mis artículos, pues infligiría una herida muy
profunda a personas como ella, que alimentaban la suya leyéndome. Hay
cosas que, aun queriéndolo, no puede uno desembarazarse de ellas: así le
ocurría a Jonás con la encomienda de predicar en Nínive; y así me
ocurre a mí con la fe. Pero San Agustín nos enseñaba que, si bien nunca
hemos de rehuir el martirio, no debemos tampoco entregarnos a él
insensatamente. Yo, que soy el hombre más insensato del mundo, estuve
durante muchos años entregándome alegremente al martirio, en un combate
con el mundo que me ha dejado hecho jirones, con mi carrera literaria
tirada en la papelera y convertido en el hazmerreír de todos mis
colegas; y este diario ejercicio de inmolación lo hacía con alegría,
porque consideraba que mi obligación no era complacer al mundo, sino
combatirlo hasta el último aliento.
Donde hubo nidos antaño no hay pájaros hogaño,
nos dice don Quijote, cuando recobra la cordura. Ignoro si en otro
tiempo estuve loco; pero hoy, leyendo cierta entrevista que ha levantado
mucha polvareda, he sentido que he hecho el canelo durante todos estos
años. Y, siguiendo el ejemplo del ilustre entrevistado, me dedicaré
desde hoy a complacer y halagar al mundo, para evitar su condena.
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