Que
seres tan extraños somos los humanos. Ponemos el máximo celo en cuidar
al lince ibérico o un huevo de un ave en riesgo de extinción, y no
tenemos el más mínimo escrúpulo en asesinar al fruto de nuestras
entrañas.
El pasado sábado, 486 asociaciones se manifestaron en Madrid a favor de la vida, porque
el Gobierno, que llevaba en su programa electoral derogar la Ley del
aborto que aprobaron los socialistas, después de más de un año en el
poder y con una mayoría absoluta que le permite hacerlo, no ha movido un
solo dedo a pesar de que esa promesa, no es algo que esté condicionado
por las condiciones económicas por las que atravesamos. Y es que a ese
Gobierno al que una abrumadora mayoría de españoles otorgó su confianza
en las urnas, le falta el coraje que a los socialistas les sobra, para
defender los principios que dice defender.
El hecho de que cada una de las cosas que hagamos se pierda en eso a
lo que llamamos tiempo, nos hace apreciar que cada momento de la vida es
único. Un beso, un atardecer, una mirada, una caricia, un sentimiento.
Ninguno volverá a repetirse de la misma manera. Cada uno sucede
una sola vez en la historia del universo. Por eso la vida es sagrada.
Porque es única e irrepetible. Desde el mismo momento de la concepción;
desde el primer momento de su existencia, la vida humana debe ser
preservada y protegida de manera absoluta, respetando el derecho
inviolable de todo ser inocente a la vida.
Existe una parte no demasiado conocida de la historia no muy lejana,
que por enésima vez, nos demostrará el valor que tiene la vida.
Es la historia de Emilia. Una mujer cuyo último embarazo presentó
tantas penas y aflicciones, que hoy en día, constituiría una opción
segura por el aborto.
Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo
hundido en la miseria, después de una prolongada guerra nacional. Hambre
y epidemias amenazaban a toda la población. Desde pequeña, su salud era
delicada, a causa de las menesterosas condiciones en las que se
desenvolvía su vida.
Siendo muy joven, se casó con un obrero textil, estableciéndose el
matrimonio en una ciudad absolutamente ajena a su entorno familiar y
social. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmundo. Unos años más
tarde, Emilia dio a luz a Olga, una niña que sobrevivió pocas semanas
por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida.
Catorce años después del nacimiento de Edmundo y casi diez de la
muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación
extremadamente dura. Tenía cerca de cuarenta años y su estado de salud
era muy preocupante: sufría importantes problemas renales y su sistema
cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por
otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica,
como consecuencia de la recién terminada primera guerra mundial.
Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que
estallase una nueva guerra. En esas sombrías circunstancias, Emilia
quedó nuevamente embarazada. No faltó quien se ofreciera a practicarle
un aborto. Con su edad y su estado de salud, el embarazo constituía un
alto riesgo para su vida. Por otra parte, las duras condiciones en las
que se desarrollaba su existencia, la inducían a preguntarse:¿Qué mundo
puedo ofrecer a mi hijo? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra?
¿Vale la pena que le dé la vida?
Trágicamente, Edmundo, el único hermano del bebé que esperaba,
viviría sólo dos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda
guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer
también perdería la vida.
A este niño le esperaba una vida en completa orfandad: ni su padre,
ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las
condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que se estaba
generando.
¿Tenía sentido traer al mundo a un niño que desde el mismo momento de
nacer, solo habría de conocer las punzadas de la angustia y la
amargura? ¿Qué amanecer de cada día podía ofrecerle su madre? ¿Había
alguna razón que aconsejara continuar con aquel embarazo?
A pesar de todo, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el
nombre de Karol. Llegado a este punto del relato, supongo que ya saben
quiénes son los protagonistas de esta historia. Para los progresistas y
los fariseos, hoy, aquel niño, seguramente sería una víctima del aborto.
Pero, progresar no es tener más, sino ser más. Y la mujer que se somete
a un aborto, nunca será más, porque en lo más profundo de su alma,
siempre habitará el vacío de ese hijo que fue sin llegar a ser. En el
caso de Emilia, gracias al valor y respeto que profesó por la vida, 58
años después, su hijo, Karol Wojtyla, llegaría a ser S.S. Juan Pablo II.
http://blogs.hazteoir.org/opinion/2013/04/09/el-valor-de-la-vida-por-cesar-valdeolmillos/