Ayunos de esperanza
Una de las muchas sorpresas sobrevenidas con el bendito pontificado de Benedicto XVI fue su encíclica Spe salvi sobre la esperanza cristiana. ¡Qué oportuna propuesta del Santo Padre para este mundo anémico de proyecto vital! Tengo para mí que los grandes ideólogos del imperio de lo políticamente correcto tardarían en reaccionar ya que ni el fondo ni la forma de este documento magisterial se ajustaban al «Panzer Ratzinger» que de forma tan zafia nos habían pintado.
Cuando el loco de la Gaya Ciencia de Nietzsche entra proclamando la muerte de Dios en el mercado no se queda en el mero hecho de tal asesinato- «nosotros lo hemos matado…»-, sino que se pregunta cómo fue posible tal deicidio: Quién pudo tragarse el mar?… ¿Quién pudo borrar con una esponja todo el horizonte? Y, yendo más allá, en su loca lucidez, Nietzsche saca la consecuencia del «hito» más grande de la historia: después de la muerte de Dios solo cabe esperar la muerte del hombre. Por muy revestido de superhombre que él lo imaginara, sabía muy bien de los nubarrones que el siglo XX traería sobre la humanidad.
La única fórmula que él concebía para conceptualizar la vida era ésta: «la vida es voluntad de poder». «Voluntad de poder» que obvia el conocimiento de la verdad que todo corazón humano necesita. De hecho es imposible que la voluntad acierte en el objeto de su pasión si antes no se ha dejado llevar por un entendimiento que se atiene a lo real y que no falsea lo que verdaderamente ansía el corazón humano. Solo voluntad, voluntad de poder; «voluntad infinita» que Hegel ya pergeñó en su obsesión por el yo y la autoconciencia omnipotente; pura libertad para nada porque «nada» es la naturaleza del hombre según Sartre: el hombre se autoconstruye constantemente a sí mismo. Está condenado a ser libre y a hacerse a sí mismo de por vida, luchando contra una pasión inútil que jamás podrá apartar de sí.
Todos los actuales proyectos de ingeniería social en forma de promoción de la ideología de género, la Educación para la Ciudadanía, la legalización del mal llamado matrimonio homosexual, la negación de la cruz en los espacios públicos, están imbuidos de esta manzana con forma de voluntad omnipotente y autosuficiente de un hombre que empezó creyendo en la Diosa Razón para acabar arrinconándola en el más desalentador relativismo.
El único ateo que siempre admiré por su coherencia dentro de sus coordenadas de pensamiento ha sido Sartre. Nunca creyó que la desaparición de Dios del horizonte del hombre quedara sin consecuencias. Le asqueaba el planteamiento de todos sus colegas franceses que creyeron poder fundamentar una moral sin Dios: la «hipótesis-Dios» es demasiado costosa y estos pensadores optaron por construir un cielo sin Dios que pudiera fundamentar que la honradez, la veracidad, la lealtad seguían siendo buenas sin necesidad de Dios.
Sartre dijo «no» a esta pretensión constructivista por necia e ingenua. El se alineó con Dostoievski: «Si Dios no existe todo está permitido». Es decir, «si no hay Dios, ¿quién fundamenta la Verdad?», «¿Quién decide que es mejor ser honesto que deshonesto?, sin Dios solo quedan los hombres y todos somos iguales». Añadimos nosotros: iguales y sin naturaleza, no somos más que desnudas existencias que se autoconstruyen braceando de forma agotadora en el mar de una vida en la que hemos sido arrojados sin que nadie nos pidiera permiso. Sartre creía firmemente que el ser humano tenía sed de infinito y plenitud y que Dios solamente podía colmar tan trascendental anhelo; pero también siempre se afirmó en la personal imposibilidad de creer en Dios.
Por lo tanto, si el hombre está hecho para Dios y Dios no existe, es imposible la felicidad del hombre. No hay esperanza. El ser humano es pasión inútil, náusea viviente.
Quien crea que lo antedicho no es más que un popurrí de desvaríos de esos filósofos que todos tuvimos que estudiar para aprobar un curso está profunda y dramáticamente equivocado. De su pensamiento también vivimos, malvivimos, en este Occidente de hoy que des-espera lánguidamente. No tenemos hijos porque no esperamos nada para ellos. Gastamos y consumimos porque estamos instalados en una inmanencia que nos emborracha y neurotiza. Sí, y reconocerlo es el primer paso para revivir. El corazón del hombre está hecho para algo, para Alguien, mucho más grande. Y echar a ese Alguien del horizonte nos cuesta la propia vida.
Seamos sinceros y reconozcamos a Aquel que colma nuestras ansias de plenitud. Y no le demos sucedáneos a lo que no se sacia más que con el mejor de los manjares.
Miguel Ángel Ortega