Pero ¿Dónde está hoy la rebeldía natural de la juventud? ¿Dónde esta la nobleza en la que anida el deseo de justicia, el afán de la superación, el espíritu de renovación, la curiosidad por lo nuevo?
El hecho de que cerca del 80% de los jóvenes españoles consideren como su máxima aspiración el ser funcionario, deja ya claro que en nuestro país está fracasando la libertad, la capacidad creativa, la iniciativa personal, el espíritu de superación y en definitiva, el deseo de conquistar un destino más prometedor que la realidad actual que nos rodea.
Al parecer, por los tiempos que corren, la desesperanza se ha adueñado de una juventud que en el siglo XXI, es depositaria de un legado saturado de decepciones. Ser joven ahora, es padecer a consciencia el desengaño, el fracaso, la frustración, la falta de sueños, de héroes, el dejamiento que produce el miedo a la equivocación, la amargura y la vacilación, la retracción ante el problema y el ansia de la seguridad existencial que el consumismo y la uniformidad ofertan; ser joven no es una cuestión de edad. Ser joven, es conservar viva la ilusión en el alma y despierta la capacidad en el espíritu para soñar; es vivir con intensidad y lleno de fe el corazón.
Pero estos son otros tiempos; la juventud se malogra apenas aparece en ese momento en que la actividad y la sana búsqueda de sí mismo se desata. Nos han implantado un sistema de regulación que ordena y mitiga toda búsqueda de autenticidad, hay una desorientación frontal de los jóvenes del no saber qué hacer con su innato brío vital. La juventud anda desorientada en un mundo virtual y ficticio sin coordenadas propias, desbordante de leyes impositivas y disciplinarias, que bajo la apariencia de falsas libertades, no son otra cosa que patológicos e inviables afanes de igualitarismo, bridas contra la originalidad, la crítica y la resistencia.
Nuestra juventud es acosada por un estilo de vida impuesto desde el poder, sumida en el anonimato de las estadísticas, inmersa en la erotización de una sociedad cuyo valor preferente es el del ocio, dominada por el desencanto de la realidad cotidiana, urgida por la premura de la tenencia y angustiada por la incertidumbre del porvenir. Todo ello produce como fruto un avejentamiento prematuro de su espíritu. ¿La causa? La monótona responsabilidad periódica de cumplir con la abrupta tarea de encontrar su lugar en la sociedad. Son estas y no otras las razones que llevan a nuestra mocedad a olvidar los nobles ideales que siempre fueron su bandera.
En las presentes circunstancias, nuestra juventud está condenada a vivir en el “ahora”, algo tan efímero que reduce la realidad existencial, porque cuando desaparece el horizonte para extender la acción y su creación, la vida se acorta. Un ahora sin pasado y sin porvenir, es sólo un instante, un suceso fracturado en el tiempo.
Vivir solamente el ahora, supone la ruptura histórica de ignorar al pasado; permanecer en la perspectiva de la inmediatez, no perseguir sueño alguno por la falta de proyecto por lo que se espera ser y por lo que se debería esforzar cada cual y todos en comunidad.
Deberíamos meditar muy seriamente sobre la posible recomposición, reintegración o reordenación de la vida, pero ello únicamente en función de que nuestra propia existencia vuelva la cara hacia las bondades de la juventud y hacia la responsabilidad y acciones basadas en la prudencia que requiere madurez para comprender —no lo que sobreviene o lo previsible— sino lo que humanamente es posible hacer, es decir, el porvenir. Un porvenir que sólo es viable si está cimentado en una vocación racional conjunta, esforzada, desinteresada y esperanzada de la juventud que es la llamada a sostener el empeño y la indiscutible alegría de ser y hacer, de crear y creer constantemente en la generosidad de los días, en el cultivo de la amistad, en la cercanía de los seres amados, en el empeño por un mejor vivir, en la eroticidad misma de la existencia que lucha y protesta contra un régimen de vida sometido por las forzosidades impuestas. Porque un joven sin alegría y sin esperanza, no es un joven auténtico, sino un hombre envejecido antes de tiempo. Y cuando la juventud pierde el entusiasmo, el mundo entero se estremece. Por ello, como quiera que en los últimos años hemos dilapidado el inconmensurable activo que constituyen dos generaciones, deberemos de ser nosotros, las generaciones maduras, quienes les estimulemos a volar aunque no tengan alas, porque ni los músculos doloridos, ni los huesos cansados por la edad, son capaces de quitarle la frescura a unos corazones enamorados de la juventud.
Tal vez algún día dejemos a los jóvenes inventar su propia juventud.
blogs.hazteoir.org/opinion/2011/01/17/castracion-de-la-esperanza-por-cesar-valdeolmillos/