Hay quien se hace las pruebas de diagnóstico prenatal con mentalidad asesina. Sí, ya sé que diréis que soy muy dura, pero conozco a más de uno y de una que acuden al médico pensando: “démonos prisa, no sea que se nos pase la fecha de poder abortar”. Si la cosa va bien, todo es alegría. Pero si el diagnóstico es malo, entonces el planteamiento está claro. Se acaba con el “problema”, y a volver a empezar.
Semejante mentalidad, dice Juan Pablo II en la Evangelium Vitae, es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de ‘normalidad’ y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
Sólo es moralmente válido el diagnóstico prenatal enfocado a ayudar al feto a superar posibles dificultades antes de su nacimiento. Las prácticas destinadas a identificar precozmente posibles anomalías en el niño no nacido son moralmente lícitas cuando no conllevan riesgos desproporcionados para el niño o para la madre. Si a través de estas técnicas se averigua que el niño padece alguna anomalía, lo suyo es poner todos los medios al alcance para intentar aplicar una solución cuanto antes. También puede ayudar al médico y a los padres a estar preparados para atender mejor al niño en el momento mismo de su nacimiento. Cuando nada de esto es posible, el diagnóstico puede servir para “favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer” (EV).
En ningún caso se debe poner el diagnóstico prenatal al servicio de la eugenesia. Eso sería caer en el asesinato.
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