El honor es la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto al prójimo y a uno mismo.
El pundonor es el amor propio, el sentimiento que lleva a una persona a quedar bien ante los demás y ante sí mismo.
Honor, pundonor, decencia, amor propio… el qué dirán, el respeto humano, la vergüenza torera…
En una novela de Juan Antonio Vallejo-Nágera, el autor pone en boca de José Bonaparte, ante la opinión de que era favorable para los fines de Francia que los españoles fueran menos «delicados» sobre el pundonor, estas palabras: «Los españoles tienen fama de una gran virtud colectiva, el pundonor. Si lo pierden quedan a merced de sus muchos vicios. Lo grave en las personas y en las naciones no son sus defectos; lo irremediable es su falta de virtudes.»
Pocas veces se ha expresado mejor y con más brevedad el alma de España, su razón de actuar y su forma de encarar la vida.
En esta España de pícaros y vividores, de aprovechados y miserables, de vagos y envidiosos, de egoístas y sinvergüenzas, se han escrito las más extraordinarias páginas de la historia, hechos en los que el valor y el esfuerzo, el desprendimiento y el desinterés, el trabajo y el sacrificio, han brillado de tal forma, que sólo el honor y el pundonor pueden explicar tales comportamientos.
El pícaro, el que no tenía honor en el que envolverse a modo de gala, podía hacer actos reprobables, pero el que tenía un honor del que enorgullecerse, había de tener el pundonor de no perderlo. La cualidad moral y el respeto hacia uno mismo de forma que nadie, nunca, pudiera recriminarte actos que te avergonzaran, nos hicieron sublimes desde nuestros grandes vicios.
Y no eran ni el honor ni el pundonor, cosa baladí en nuestra vieja y querida España: el que no lo tenía, si en algún momento podía demostrar que tenía pundonor aunque no fuera hombre de honor, aprovechaba la oportunidad a fondo para hacerse perdonar sus errores. Me viene a la memoria el caso de los 55 reclusos de la Cárcel Real de Madrid que, el 2 de Mayo, solicitaron al Alcaide que les permitiera luchar contra los franceses, prometiendo, por su honor, ese honor que nadie les hubiera atribuido, que volverían al terminar la jornada. Volvieron todos menos cinco; uno que resultó muerto, un fusilado, dos desaparecidos dados por muertos y un prófugo. El pundonor les hizo actuar como hombres de honor, y así han pasado a la historia. Su acción fue un hecho que, si continuáramos siendo ese pueblo de honor que antes fuimos, debería enorgullecernos. Ahora, algunos los llamarían tontos.
Por hechos como el narrado, por tantos otros que jalonaron aquellos años revueltos y toda nuestra historia, Napoleón Bonaparte dijo, con admiración, la frase en la que resumía su fracaso en España y el comienzo de su ruina en el resto de Europa, la frase que habríamos de tener escrita con letras de oro en cada una de nuestras escuelas, en cada una de nuestras acciones: «Los españoles todos se comportaron como un solo hombre de honor.»
¿Qué te ha pasado, triste España, para que los pícaros y vividores, los aprovechados y miserables, los vagos y envidiosos, los egoístas y sinvergüenzas, hayan conseguido arrumbar tu honor y tu pundonor en el cuarto de los trastos viejos?
¿Dónde va un pueblo que, ajeno a su gran virtud colectiva, queda a merced de esos grandes vicios que domeñados, nos hicieron admirables?
¿Dónde están, pobre España, los herederos de aquellos hombres que, de derrota en derrota contra el mayor ejército de la época, sin armas, sin uniformes, sin esperanza pero con fe, sin fuerzas pero con honor, escribieron páginas gloriosas?
Quiero creer que, en medio de la miseria ética, del «todo vale», de la ruina moral, de la falta de principios… en algún lugar de esta generosa y dura geografía, están los herederos del pueblo español de 1808; los que aún creen que el honor es un privilegio, privilegio al que todos pueden acceder si lo desean, pero al que hay que nutrir con el pundonor; los que sienten que no hay dinero ni prebendas que puedan pagar el comportarse con indignidad y con vileza; los que tienen como ley de vida no sentir vergüenza de los propios actos, ni que nadie tampoco pueda avergonzarlos con sus recriminaciones.
¿Cuándo, los españoles todos nos volveremos a comportar como un solo hombre de honor?
Alicia V. Rubio Calle
El pundonor es el amor propio, el sentimiento que lleva a una persona a quedar bien ante los demás y ante sí mismo.
Honor, pundonor, decencia, amor propio… el qué dirán, el respeto humano, la vergüenza torera…
En una novela de Juan Antonio Vallejo-Nágera, el autor pone en boca de José Bonaparte, ante la opinión de que era favorable para los fines de Francia que los españoles fueran menos «delicados» sobre el pundonor, estas palabras: «Los españoles tienen fama de una gran virtud colectiva, el pundonor. Si lo pierden quedan a merced de sus muchos vicios. Lo grave en las personas y en las naciones no son sus defectos; lo irremediable es su falta de virtudes.»
Pocas veces se ha expresado mejor y con más brevedad el alma de España, su razón de actuar y su forma de encarar la vida.
En esta España de pícaros y vividores, de aprovechados y miserables, de vagos y envidiosos, de egoístas y sinvergüenzas, se han escrito las más extraordinarias páginas de la historia, hechos en los que el valor y el esfuerzo, el desprendimiento y el desinterés, el trabajo y el sacrificio, han brillado de tal forma, que sólo el honor y el pundonor pueden explicar tales comportamientos.
El pícaro, el que no tenía honor en el que envolverse a modo de gala, podía hacer actos reprobables, pero el que tenía un honor del que enorgullecerse, había de tener el pundonor de no perderlo. La cualidad moral y el respeto hacia uno mismo de forma que nadie, nunca, pudiera recriminarte actos que te avergonzaran, nos hicieron sublimes desde nuestros grandes vicios.
Y no eran ni el honor ni el pundonor, cosa baladí en nuestra vieja y querida España: el que no lo tenía, si en algún momento podía demostrar que tenía pundonor aunque no fuera hombre de honor, aprovechaba la oportunidad a fondo para hacerse perdonar sus errores. Me viene a la memoria el caso de los 55 reclusos de la Cárcel Real de Madrid que, el 2 de Mayo, solicitaron al Alcaide que les permitiera luchar contra los franceses, prometiendo, por su honor, ese honor que nadie les hubiera atribuido, que volverían al terminar la jornada. Volvieron todos menos cinco; uno que resultó muerto, un fusilado, dos desaparecidos dados por muertos y un prófugo. El pundonor les hizo actuar como hombres de honor, y así han pasado a la historia. Su acción fue un hecho que, si continuáramos siendo ese pueblo de honor que antes fuimos, debería enorgullecernos. Ahora, algunos los llamarían tontos.
Por hechos como el narrado, por tantos otros que jalonaron aquellos años revueltos y toda nuestra historia, Napoleón Bonaparte dijo, con admiración, la frase en la que resumía su fracaso en España y el comienzo de su ruina en el resto de Europa, la frase que habríamos de tener escrita con letras de oro en cada una de nuestras escuelas, en cada una de nuestras acciones: «Los españoles todos se comportaron como un solo hombre de honor.»
¿Qué te ha pasado, triste España, para que los pícaros y vividores, los aprovechados y miserables, los vagos y envidiosos, los egoístas y sinvergüenzas, hayan conseguido arrumbar tu honor y tu pundonor en el cuarto de los trastos viejos?
¿Dónde va un pueblo que, ajeno a su gran virtud colectiva, queda a merced de esos grandes vicios que domeñados, nos hicieron admirables?
¿Dónde están, pobre España, los herederos de aquellos hombres que, de derrota en derrota contra el mayor ejército de la época, sin armas, sin uniformes, sin esperanza pero con fe, sin fuerzas pero con honor, escribieron páginas gloriosas?
Quiero creer que, en medio de la miseria ética, del «todo vale», de la ruina moral, de la falta de principios… en algún lugar de esta generosa y dura geografía, están los herederos del pueblo español de 1808; los que aún creen que el honor es un privilegio, privilegio al que todos pueden acceder si lo desean, pero al que hay que nutrir con el pundonor; los que sienten que no hay dinero ni prebendas que puedan pagar el comportarse con indignidad y con vileza; los que tienen como ley de vida no sentir vergüenza de los propios actos, ni que nadie tampoco pueda avergonzarlos con sus recriminaciones.
¿Cuándo, los españoles todos nos volveremos a comportar como un solo hombre de honor?
Alicia V. Rubio Calle