«…los niños no son propiedad de los padres y un Estado democrático y aconfesional tiene la obligación de organizar la enseñanza teniendo en cuenta lo que beneficia a su formación integral, a veces al margen de las preferencias particulares de los progenitores o de sus iglesias.»
El País, Viernes 3 de Febrero 2012
No hay nada que me produzca más miedo que un «Estado papá» que sabe y decide lo que les conviene a sus «hijos ciudadanos», menores de edad y por tanto, sin capacidad ni preparación para decidir lo que les beneficia por sí mismos. Es uno de los síntomas del totalitarismo que tanto daño ha hecho a millones de personas.
Ese Estado infalible, que sabe mejor que cada individuo lo que le beneficia y que ha elegido lo que sus ciudadanos debían pensar, decir, opinar, trabajar… no es un ente perfecto, sino que está compuesto por personas con sus propios valores e intereses que anteponen, sin mucho reparo, al bien común. Ese Estado infalible compuesto de seres falibles, que imponen «lo bueno» ha hecho, en diversos puntos negros de la historia, profundamente desgraciados a los ciudadanos que lo han padecido, o incluso los ha eliminado si mostraban su desacuerdo.
Puesto que es evidente que el Estado no es un sapientísimo ente con el don de la infalibilidad, sino que está formado por las personas que lo componen, vamos a ponernos en un caso concreto, por ejemplo, España y su ex-presidente José Luis Rodríguez Zapatero.
Se supone que yo debía confiar mis hijos a lo que él consideraba que les iba a beneficiar, y habían de ser educados según su criterio. Gracias a ello mis hijos iban a ser más felices, más plenos y mejores personas.
Y puesto que debía poner a mis hijos en sus manos, me preguntaba, con todo derecho: ¿ha conseguido El Sr. Rodríguez inculcar en sus hijas valores que les ayuden a ser felices? ¿Son felices? ¿Tienen una formación integral adecuada? ¿Está el sr. Rodríguez contento con la forma que tienen sus hijas de plantearse la vida? Supongo que la respuesta a todo será, sí.
En cambio, continuaba con mis elucubraciones, mis hijos que, por lógica, se parecen a mí y no al Sr. Rodríguez y a los que, sin querer y sin mala intención he comenzado a inculcar (pido perdón por ello) los valores y principios que me han hecho feliz (mis preferencias) ¿serían felices con ese tipo de educación? Probablemente, no. ¿Y yo, estaría orgullosa de su comportamiento y del enfoque dado a sus vidas? Seguro, segurísimo que no.
Es cierto que no iba a educar a mis hijos el Sr. Rodríguez en persona: serían expertos contratados por el Sr. Rodríguez, o por el «Rodríguez de turno», para que la educación de mis hijos sea lo más «integralmente adecuada» o «adecuadamente integral», sin que mis preferencias particulares estropeen la formación de las criaturas.
Ah, ¿y por qué parámetros se va a regir el gobernante de turno para elegir a los expertos? ¿Serán expertos que le recriminarán su forma (¿preferencias?) de educar, o unos que le confirmen que su concepto de la educación (¿preferencias?) es el «guay» y el adecuado?
Pues eso, que el «Sr. Rodríguez de turno» eduque a sus criaturas según sus preferencias (¿valores?) y las de sus expertos, y que me deje a mí educar a los míos con mis preferencias.
En resumen: resulta que yo, que quiero a mis hijos como jamás los querrá el «Sr. Rodríguez de turno», que conozco a mis hijos como jamás los conocerá nadie de ese ente llamado Estado, que sé los valores que les pueden llevar a ser felices como así ha sucedido conmigo… que soy adulta, formada, capaz e inteligente, he de ponerlos en manos de estos personajes. Y de otros muchos que indudablemente saben lo que beneficia a mis hijos mejor que yo. Porque lo mío son «preferencias» y lo de los señores citados arriba el «bien en estado puro» para mis hijos.
No, señores de El País. Mis hijos no son mi propiedad, son mis hijos, y tengo el derecho a educarlos para que sean libres y felices de la forma en la que yo lo soy. Y mis hijos no son, desde luego, propiedad del Estado: son ciudadanos con derechos. Con el derecho a ser formados, educados y amados por quienes más los quieren y quienes más dedicación va a poner en ello: sus padres. Y sólo cuando estos no puedan, el Estado ha de tratar de suplirlo de la mejor forma que sepa.
Qué cosa tan curiosa… ese Estado que, de cara a la educación de mis hijos, no me considera preparada y responsable, en el resto de mis deberes, a efectos legales y penales, en el pago de impuestos… me considera adulta. ¡Y que no se me ocurra hacer dejación de mis obligaciones!
«Líbrame Señor de mis amigos, (de los expertos, de los Rodríguez de turno que ensayan posturas totalitarias por mi bien y el de mis hijos, del Estado con vocación de papá…), que de mis enemigos, ya me libro yo».
Alicia V. Rubio Calle
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