ALEGATO A FAVOR DEL RESPETO A LA VIDA
Robert Spaemann
Stuttgarter Zeitung, 26 de octubre de 2005
(Traducción de José María Barrio)
La pretensión de dar muerte, a petición suya, a personas gravemente enfermas, o también a aquellas que ya no sean capaces de expresar ese deseo mediante una clara manifestación de su voluntad, está siendo nuevamente planteada de manera enérgica e insistente después de un período latente de unos cincuenta años. Incluso un ministro de la CDU ha respaldado la tesis de que habría que ir más allá de la legislación holandesa: poder dar muerte sin mediar el deseo del paciente.
Quienes reclaman la implantación de la eutanasia generalmente intentan que no se asocie su exigencia con la práctica criminal ejercida por los nazis. Pero esta asociación no puede obviarse. Hace ya mucho tiempo que se detectó. En relación con los procesos seguidos contra los médicos que practicaron la eutanasia en el III Reich, el médico americano Leo Alexander escribió en 1949 que «todos los que se ocuparon del origen de esos delitos manifestaron con toda claridad que fueron desarrollándose poco a poco a partir de detalles insignificantes. Al comienzo se apreciaban sutiles modificaciones de acento eutanásico en la actitud fundamental. Se empezaba diciendo que hay circunstancias en las que ya no se puede considerar que una persona lleva una vida digna, consideración ésta que es primordial para el movimiento pro eutanasia. En un estadio inicial esa postura se refería solamente a los enfermos graves y crónicos. Cada vez se fue ensanchando más el campo de quienes caían bajo esa categoría, y así se extendió a los socialmente improductivos, a los indeseables desde el punto de vista ideológico, a los que eran clasificados como racialmente indeseables… No obstante es decisivo reconocer que la actitud respecto a los enfermos incurables fue el sórdido detonante que tuvo como consecuencia ese cambio total de la conciencia».
La diferencia esencial entre la práctica de entonces y la seguida en la actualidad estriba en que las muertes de enfermos psíquicos de aquella época (en las cuales se probó por primera vez el método del gaseamiento) se produjeron sin fundamento jurídico alguno, por lo cual el obispo de Münster, Clemens August von Galen, pudo presentar también una denuncia por asesinato, que naturalmente fue rechazada. En aquel oscuro período órdenes secretas del Führer hicieron ineficaz el brazo de la Ley. Pero hoy en Holanda la ley también es ineficaz “sin órdenes de un Führer”. Después de legalizar la muerte a petición, las muertes despenalizadas sin petición previa han llegado a miles, de manera que los ancianos holandeses a menudo prefieren huir a las residencias de ancianos alemanes. Ya en el 2001 un tercio de estas eliminaciones se perpetró por dictamen médico, o por deseo de los familiares.
Se dirá que en aquel entonces los individuos enfermos eran eliminados en interés del bien del pueblo, con objeto de ahorrar costes sanitarios, mientras que hoy deberán morir por su propio interés, cuando la vida ya no posea ningún valor para ellos. Esta observación pasa por alto que los nacionalsocialistas también argumentaban sobre la base del interés del paciente y de su dignidad.
La película titulada Ich klage an (“Yo acuso”), que en su momento promovió Joseph Goebbels con actores de primera fila, muestra a una mujer joven enferma de esclerosis múltiple a la que un médico amigo rehúsa, por convicción, aplicar la inyección letal, y a la que su marido, igualmente médico, mata por compasión, después de una conmovedora despedida, denunciando posteriormente ante los tribunales la ley que le prohíbe semejante ayuda. Tampoco el teólogo debería cometer el error de socorrer a alguien informándole de que Dios ha dado al hombre el entendimiento de juzgar por sí mismo cuándo llega el momento de partir. Ante unos niños ingresados en la clínica con invalidez severa, a la mirada del médico le bastan unos pocos segundos para quedar ciega y comenzar a deslizarse por un plano inclinado que de hecho terminaría consolidando el abismo del asesinato en masa.
Los dictámenes psiquiátricos que en aquella época enviaban a los pacientes a la muerte no delatan que la cuestión en juego fuera el dinero, o el interés colectivo, sino más bien el interés de aquellos a los que habría que liberar de una vida carente de valor. Naturalmente que detrás de esto se hallaba el interés político, en especial de la política en unos tiempos tan oscuros. Ante el hecho de que la nueva llamada a la eutanasia halle hoy eco coincidiendo, de forma puramente casual, con un momento en que el desarrollo demográfico plantea de forma cada vez más aguda el problema de la asistencia a los ancianos… ¿quién desea hablar de buena conciencia? Hoy, como entonces, ahí se ofrece una salida que posee el encanto de una más barata solución final. ¿Pero puede permitirse tal salida una sociedad humana?
A mi juicio, los argumentos que se aducen en contra de la eutanasia son concluyentes para todo el que acepte la fuerza de la razón. El fundamento de nuestro ordenamiento jurídico es el respeto del hombre a sus semejantes. Ese respeto no debe condicionarse a la presencia de determinadas características o circunstancias. El único criterio que debe prevalecer es la pertenencia al género humano. De lo contrario cabría matar, por ejemplo, a las personas que estuvieran dormidas o inconscientes. Y generalmente sería una decisión de la mayoría la que determinara a qué hombres se les debe garantizar los derechos como persona y a cuáles no. Si fuera éste el caso, entonces el reconocimiento de los derechos humanos se convertiría en una concesión. Los hombres no pertenecerían a la familia humana por derecho propio, sino que serían adoptados en ella bajo determinadas circunstancias. Y así ya no se podría hablar de derechos humanos.
Se insiste entonces en que hay que considerar al hombre como sujeto libre precisamente porque se respeta su capacidad de disponer sobre su propia vida. De hecho, el ordenamiento jurídico no sanciona la tentativa de suicidio. Por cierto que ha habido filósofos, desde Platón a Wittgenstein, que han considerado el suicidio voluntario como algo esencialmente rechazable. Sin embargo, la competencia de la comunidad jurídica termina cuando alguien desea marginarse de esa estructura interpersonal. Si quiere hacerlo, entonces ha de hacerlo solo, puesto que todo el que se presta a ayudarle en esa actuación, o incluso la lleva a cabo en su lugar, se encuentra dentro de esa estructura. So pretexto de respetar al otro como sujeto libre, éste no puede destruir ese mismo sujeto de libertad. Aquí valen las palabras de Hegel: «La obra de la libertad absoluta es la muerte». Y ningún hombre tiene el derecho de exigirle a otro que le diga: «Tú no debes seguir existiendo».
Es obligado aclararle que él no posee ese derecho, pues si lo tuviera sería inevitable que ese derecho se convirtiera en deber. Si poseyera ese derecho, entonces también cargaría con la responsabilidad total por todos los cuidados y atenciones, por todos los costes y privaciones que devenga de sus semejantes. Podría librarse de esa carga de un plumazo en lugar de gastar el “patrimonio familiar”. ¿Qué hombre sensible no sentiría en tales circunstancias el deber moral de secundar el silencioso gesto que le está sugiriendo: “Ahí tienes la salida”? La posibilidad legal de la muerte a petición produce esa misma petición. Hay aquí una lógica férrea.
El tema de la autodeterminación sigue siendo problemático en este caso. Hay que hacer esfuerzos para no ver aquí una actitud cínica. Las investigaciones han puesto de relieve que la mayoría de las peticiones de suicidio asistido no se han debido a grandes dolores, sino a situaciones de abandono. Casi siempre desaparecen tales deseos —en caso de que no se trate de algo enfermizo— cuando un semejante, que puede ser incluso el médico, muestra un interés auténtico y efectivo por la vida del enfermo. En el momento de los dolores más agudos y de una autonomía muy reducida, en el que el paciente necesita precisamente la entrega abnegada del otro, la solidaridad y el alivio de sus dolores, constituye una excusa cínica poner en suerte una ficticia autodeterminación, en el fondo para sustraerse uno de esas obligaciones.
“Tú ya no debes existir” es la expresión más extrema de falta de solidaridad. Ante el paciente el médico representa la aprobación de su existencia por parte de la comunidad solidaria de los vivientes, aún cuando no le fuerce a vivir. Justamente en momentos de inestabilidad anímica, cuando la conciencia está en condiciones catastróficas, el médico, o incluso el psiquiatra, podría especular sobre el deseo del paciente de dejarse quitar de en medio, y esperar entonces el momento de poder ejecutar dicho deseo.
Entre las causas que objetivamente han contribuido a la reedición del pensamiento eutanásico también se encuentran las nuevas prácticas de prolongación artificial de la vida [medicina intensiva], con la consiguiente explosión en los gastos sanitarios. La oposición al movimiento eutanásico sólo puede justificar su firme resolución si tiene en cuenta estos factores objetivos. Es desde luego cierto que desde hace mucho tiempo en nuestro país se muere de forma miserable. Sobre todo en clínicas, es decir, en casas que no están hechas para morir, sino para curar. En una clínica se lucha contra la muerte, como es natural, aunque esa lucha finalice siempre con la capitulación. Pero la capitulación frecuentemente acontece demasiado tarde. Después de que los enfermos o ancianos sean obligados a vivir de cualquier modo, a pocos les quedan ganas de“bendecir lo temporal”. A la muerte finalmente se sucumbe. La “eutanasia activa”, es decir, matar, es tan sólo el reverso de un activismo que cree estar obligado a “hacer algo” hasta el último momento, si no con la vida, entonces con la muerte. A la vista de nuestras posibilidades técnicas, la medicina ya no puede continuar secundando el principio de mantener toda vida humana en todo momento mientras sea técnicamente posible. No puede hacerlo por razón de la dignidad humana, que también pide un digno dejar morir. El ensañamiento terapéutico tampoco es viable por razones económicas.
Los medios de que disponemos son, a su vez, limitados. A la hora de distribuirlos hemos de ponderar con criterios secundarios algo que de suyo es imponderable, la vida humana. Esto es evidente, por ejemplo, en el asunto de la escasez de órganos para donación y trasplante. También hay que tener en cuenta un criterio restrictivo en los gastos diagnósticos y terapéuticos, si bien en ningún caso vale ese criterio para los gastos relacionados con la atención y el cuidado. ¿Realmente tiene que soportar una persona anciana de 88 años, que ha sufrido una hemorragia cerebral y permanece inconsciente, una costosa operación dos días antes de su fallecimiento? ¿Hay que gravar con esos gastos a la comunidad solidaria de los asegurados?
A la vista de las crecientes posibilidades de la medicina, la ética médica tiene que desarrollar nuevos criterios para establecer los protocolos de la actuación ordinaria, criterios según los cuales hemos de sostener a las personas enfermas, prestándoles la atención y suministrándoles los cuidados médicos de acuerdo con la edad, expectativas de curación y demás circunstancias personales. Quien censura la renuncia al empleo de medios extraordinarios y la califica de muerte por omisión, prepara el camino —frecuentemente de modo intencionado— el camino para la “activa ayuda a morir” [eutanasia], esto es, para matar. El movimiento hospitalario, y no el movimiento pro eutanasia, es la respuesta digna y humana a la situación actual. La iniciativa y la solidaridad son las fuerzas que hay que movilizar ante los problemas que nos salen al encuentro, cuando la salida barata queda cerrada inexorablemente. Si el morir no se entiende como parte del vivir, entonces se abre paso la cultura de la muerte.