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El anticlericalismo es una de las señas de identidad de la progresía, un culto iconoclasta y un rito iniciático
Si un grupo de setenta energúmenos hubiera irrumpido en una mezquita en paños menores, a estas horas no sólo habría que lamentar abundantes desgracias personales entre tales botarates sino los lamentos y condenas oficiales, las glosas en torno a la tolerancia, la libertad religiosa y los sermones sobre la islamofobia que al parecer recorre Occidente.
Ahora bien, si a esa misma turbamulta le da por tomar al asalto una capilla católica, semejante acto es tenido por una inocente gamberrada, una chiquillada, lo propio de la edad universitaria, el reflejo de un cerrado atavismo anticlerical ante el que cualquier crítica es señal inequívoca de la beatería propia de un cada vez más exiguo sector de meapilas.
Como la profanación de iglesias y la alteración de los oficios católicos ocurre con una cierta frecuencia, la capacidad de asombro de la sociedad española empieza a ser francamente limitada, hasta el punto de que las palabras de Benedicto XVI sobre el laicismo agresivo se entienden aún menos que las prescripciones papales sobre el sexo y el matrimonio.
En este país se aplaude igual que los autoproclamados imanes reclamen a la Iglesia la cesión de la mezquita de Córdoba como la retirada de los crucifijos de las aulas, contradicción superada por la supuesta modernidad consistente en otorgar a los católicos del país el mismo reconocimiento que se dispensa a los cristianos en Egipto o Pakistán.
El signo de los tiempos se define por el cambiazo de la asignatura de religión a favor de una Educación para la Ciudadanía sin la cual los jóvenes españoles no pueden llegar a la Universidad. Otra cosa es que suspendan las matemáticas, el latín, la química o la historia, cuyos créditos son las nuevas marías de un sistema educativo que pretende basarse en el respeto a la diferencia, siempre que esa diferencia, claro está, no sea la de ser católico, creyente o simplemente civilizado.
En combinación con la autonomía universitaria, el resultado es la impunidad más absoluta, la transformación de los campus en un laboratorio de ensayo de la kale borroka contra el signo de la cruz ante el complaciente y cómplice silencio de las autoridades docentes y políticas. No de otra forma se alcanza a comprender la irrupción de la muchachada con las tetas al aire en la capilla de la Universidad Complutense, igual que antes ocurrió en la de la Universidad de Barcelona.
A fin de cuentas, el anticlericalismo es una de las señas de identidad de la progresía, un culto iconoclasta y un rito iniciático en el que se encuentran revolucionarios de fin de semana de todas las tendencias, desde el okupa que chapotea en la pila del agua bendita hasta el antiglobalización que sostiene en una mano el spray para embadurnar los muros de las capillas y en la otra el libro del Padre Pousa, el catecismo alternativo del cura catalán que bendice el aborto y presume de tener una amiga especial.
Es la teología inversa de la Alianza de Civilizaciones, de la Educación para la Ciudadanía, del talante y de un método formativo en el que la niña del exorcista sería algo así como el apogeo de la buena conducta y la inmersión lingüística. No sería de extrañar incluso que este último episodio formara parte del programa de prácticas de alguna asignatura delirante de Ciencias Políticas que habría permitido a sus protagonistas optar a matrícula, pero de horror.
Tomás Cuesta