Casi todos los días aparco en batería en la mediana de una calle principal de mi ciudad. Cuando salgo marcha atrás me falta visibilidad y tengo que hacer un esfuerzo y pensar que nunca pasa nada, y si viene un coche me pitará antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, soy demasiado consciente de que esa maniobra diaria conlleva un riesgo innecesario. Pero no es la única. Continuamente en la vida tomamos decisiones y salimos adelante a ciegas, porque no es posible hacerlo de otra manera. Cuando me saqué el carnet de conducir montaba grandes atascos porque nunca me atrevía a avanzar en los cruces. Ahora sé que el tráfico no puede parar por mi culpa, y la vida tampoco.
Hay veces que dan ganas de tirar la toalla, bajarse del coche y no intentarlo más. Cuando pienso en la historia de la humanidad y cuánto ha costado cada paso adelante que se ha dado, parece que ahora más bien vamos hacia atrás. Pero es que a veces la única manera de avanzar es retrocediendo. Como una metáfora de mi salida del aparcamiento, la historia de la Salvación es un camino que se pierde en muchas encrucijadas y a menudo resulta haber tomado una ruta equivocada. Pero, sin embargo, comparando nuestra época con dos o tres mil años atrás, no hay duda de que los hombres hemos avanzado mucho, al menos en conocer el camino correcto, aunque muchos sigan prefiriendo no seguirlo. Ése es el problema de la libertad.