Paseando por el barrio de mis padres, siento siempre la misma sensación de revivir un sueño. Allí siguen los mismos edificios de más de cincuenta años y un par de tiendas de toda la vida: una pequeña papelería y un estanco. Me parece mentira pensar que he pasado allí veinte años. De todo ese tiempo, me quedan un puñado de recuerdos para contar apenas con los dedos de las manos. La apisonadora del tiempo no ha dejado más que unos hierbajos aplastados y sobre ellos se ha edificado una nueva ciudad. No me extraña ahora tanto que mi hijo haya decidido también empezar de cero, aunque en su caso sin necesidad de cambiar de barrio ni de casa. Qué poco queda ya de aquella niña, por fortuna. Ahora, caminando por esas calles, me doy cuenta de que no era demasiado feliz. En su momento, no era consciente de ello porque no tenía referencias con que comparar.
La memoria es una amiga muy infiel; por lo menos, la mía. De mi primera veintena apenas rescato a mis padres, mi perro y mis libros, que fueron mis más leales compañeros. Me quedan también unos cuantos objetos en casa: una sortija y un bolso que fueron de mis queridas tías abuelas; un mechón de pelo de mi perro, que aún conserva el color pelirrojo. Sin ellos, creo que a veces pensaría que nunca sucedió. Según escribo estas líneas recuerdo también los sombreros de mi abuelo y su bastón. Desde luego, el cerebro es un cajón extraño. Se queda con las cosas y las convierte en símbolos de las personas. Algún día también sucederá así con lo que estoy viviendo ahora. Al menos, espero que la nueva ciudad que edifique sobre ésta sea al menos igual de grande y hermosa, y que estemos allí casi todos y que no olvidemos demasiado de lo vivido.