COMO todos los totalitarismos que en el mundo han sido,  la aspiración primordial de la ideología de género es completar una  ingeniería social; esto es, disolver los vínculos naturales que forman  el tejido social para, una vez convertido ese tejido en una suerte de  papilla informe, sustituir tales vínculos por creaciones artificiosas  que conviertan a las personas en lacayos del poder establecido. En su  proceso de deconstrucción social, la ideología de género propugna que no  existen ni el sexo ni la diferencia sexual como realidades innatas al  ser humano; y que sólo existen «géneros», es decir, roles adquiridos,  producto de una determinada práctica social. Para cambiar tales roles,  la ideología de género ha declarado batalla sin cuartel a la institución  familiar, que considera el último bastión de resistencia en su programa  de ingeniería social. Y, aplicando el esquema de la lucha de clases  marxista a las relaciones familiares, las presenta como relaciones  conflictivas: así, el amor entre los esposos se convierte en relación de  dominio, en la que florecen todo tipo de violencias y alienaciones; y,  una vez convertida la vida de pareja en campo de Agramante, se pueden  desarrollar «políticas de igualdad» que finjan poner coto a las  violencias en el ámbito familiar (cuando lo que en realidad pretenden es  engendrar dichas violencias), a la vez que «salvan» a los hijos,  otorgando al Estado un falso título de legitimidad para encargarse de su  educación. Así, la ideología de género se asegura el adoctrinamiento de  la sociedad desde la propia infancia.
La obsesión de la ideología de género por la sexualidad  de los niños es comprensible. Puesto que la diferencia sexual se  considera una «alienación» impuesta desde instancias sociales  represoras, el objetivo primordial debe ser combatir todo lo que  perpetúa tal «alienación». Para acabar con la diferencia sexual entre  hombres y mujeres, es preciso que el sexo de conciba no como algo  determinado por el nacimiento, sino como una suerte de «asignatura de  libre configuración», que cada quisque elige, según la «orientación  sexual» que en cada momento de su vida le pete. Así, convirtiendo la  práctica sexual en una actividad meramente lúdica, se construye una  nueva utopía de hedonismo que preconiza la consecución de la felicidad a  través de la exaltación del deseo sexual, sin límite moral, legal o  corporal alguno. 
 Chesterton la vislumbró hace casi un siglo, cuando  auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez  que exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad. Tal religión ya ha  sido instaurada; y toda la panoplia legal desplegada en los últimos  tiempos —reconfiguración de la institución matrimonial, consagración del  llamado «derecho a la salud reproductiva y sexual», educación para la  ciudadanía y demás flores pútridas de la ideología de género— no tiene  otro afán sino otorgar cobertura jurídica a una revolución ideológica  que trata de cambiar radicalmente la sociedad, moldeando la esfera  interior de las personas.
En esta estrategia revolucionaria debe enmarcarse esta  nueva pretensión de controlar el recreo de los niños en las escuelas,  mediante el establecimiento de centinelas de género que vigilen los  «protocolos de juego» y transmitan «los valores y principios adecuados».  Pura y dura ingeniería social que podemos despachar con cuatro risas y  cuatro bromas chuscas; pero algún día, no tardando mucho, la risa se nos  congelará en la boca, en un rictus de horror. Para entonces, ya será  demasiado tarde.