Parece mentira cómo una enfermedad, en principio, benigna puede hacerte sentir tan mal. De la noche a la mañana ya no eres una persona, sino un cuerpo que reclama continuamente atención. Otro efecto es perder la dignidad y la vergüenza cuando tienes que explicarle a todo el mundo lo que te pasa. Sin embargo, alguna vez, resulta positivo encontrarse despojado del artificio, casi como un bebé indefenso, a merced de la caridad de otros. Yo, que tengo tendencia depresiva, en seguida me hundo y pienso que nunca me voy a curar. Así que rememoro lo agradable que era tener una buena salud relativa. El placer de la comida y la bebida, la libertad de hacer lo que deseas en cada momento, sin tener que ser esclavo del aseo. De repente, los días más aciagos me parecen maravillosos; las horas de aburrimiento, una bendición. Es triste, pero hay que pasarlo mal para apreciar realmente lo que tienes.
Pasado el sufrimiento me pongo a pensar que yo, al fin y al cabo, sólo he tenido doce horas malas. Los enfermos graves que pasan días en el hospital sí que tienen mérito. Es fácil desmoralizarse cuando pasa el tiempo y no mejoras. Es normal sentirse una carga para los demás, especialmente para tus seres queridos. Es una lección de humildad cuando ya no nos sentimos autosuficientes. Por desgracia, nadie está libre de encontrarse de repente impedido, dependiendo de cuidados ajenos. Es fácil de decir, pero no se gana nada sintiéndose culpable o inútil. Los cuidadores ya tienen bastante con su propia preocupación. Tampoco es la solución, por supuesto, querer acabar con todo. Hoy en día la medicina ha conseguido curar casos inimaginables hace poco tiempo, y la batalla no está nunca perdida hasta el último segundo.