Me da lástima cuando pienso en cuantos treintaañeros hoy en día no tienen pareja estable ni hijos. Sin embargo, no es porque lo hayan decidido así, sino porque no hay encontrado a la persona adecuada o tal vez les ha faltado voluntad para afianzar esa relación. El caso es que el tiempo corre en su contra y el número de familias españolas se va a reducir mucho en esta generación. Sin embargo, existen personas que, voluntariamente, renuncian a tener pareja e hijos de por vida. Además se dedican a casar a otros, oficiar bautizos y acompañar a enfermos y moribundos que ni siquiera son sus familiares. A menudo se nos olvida el nivel de renuncia que conlleva el sacerdocio o la vida religiosa en general. Son personas, además, que nunca podrán elegir dónde van a vivir o a que se dedicarán, porque deben obediencia a un superior.
Para aceptar una vida así, hay que ser alguien realmente especial. El amor a Dios y al prójimo les impulsa a evitar un amor más personal y propio. Deben evitar su propio instinto de reproducción y aceptar la idea de vivir en soledad para siempre. Aunque cuenten con parientes y amigos, nunca será lo mismo que ver crecer a sus hijos. Pero lo hacen sin dudar debido a su vocación. Qué absurdo en cambio resulta pensar que otros muchos vayan a seguir ese mismo destino sin obtener nada a cambio. Pues el sacerdote tiene la satisfacción personal de servir a su comunidad y ofrecer su sacrificio a dios. Hacer el bien compensa sus renuncias. Pero, una persona que se limita a coleccionar nuevas experiencias sin pasar nunca de fase, a la larga acaba igual de solo y sin compensaciones espirituales.