Estaba en un bar. Tres personas hablaban sobre la juventud y cómo se pasan con el botellón, comprando además alcohol de alta graduación para que les haga efecto más rápido. Yo no intervine en la conversación. Luego se pusieron a recordar cómo los padres de antes, no tendrían estudios, pero sabían educar a sus hijos para que fueran personas de provecho. Yo no dije nada. Finalmente hablaban sobre los padres actuales que, a pesar de ser universitarios la mayoría, no se preocupan por lo que hacen sus hijos y los dejan desatendidos. Yo no hablé tampoco. Ya no tengo autoridad moral para opinar sobre esos temas y decir, -como decía antes-, que si cuidas bien a tus hijos nunca se meterán en problemas.
Le conté a mi hija mayor que ya no sé de qué escribir en el blog. Me dijo que escribiera sobre su hermano. No me gusta hablar de temas tan personales. Además no me veo capaz de juzgarle. Si sigue ese camino, será porque yo no he sabido transmitirle mis valores, porque no le he educado bien, porque tal vez se ha sentido mal por algo. Yo soy parte interesada en este tema y ya no me resulta fácil opinar. Sin embargo, tampoco es justo que siga afirmando las mismas cosas sin tener en cuenta que mi receta no me ha funcionado, al menos no tanto como yo hubiera deseado. Las circunstancias externas pesan a veces mucho más que años enteros de dedicación, especialmente cuando se trata de adolescentes.