Una cosa son las teorías que se tienen sobre cómo debería ser nuestra vida y nuestro futuro. A lo largo de años de vida y experiencias vas sacando unas conclusiones acerca de cómo funcionan las cosas y cómo deberían hacerse para mejorar y dar mejores resultados. En mi caso, he dedicado veinte años a llevar a cabo mis ilusiones acerca de crear una familia en la cual cada uno pudiera desarrollar sus capacidades de forma armónica y alcanzar una cierta felicidad, dentro de lo que cabe. Pero luego, aparecen otras circunstancias que no puedes controlar y a veces echan todo el trabajo por tierra, sin que puedas hacer nada más que quedarte mirando como tus sueños se volatilizan ante tus ojos.
He perdido la inspiración por varios motivos: en primer lugar, porque estoy preocupada por mis padres que andan mal de salud; en segundo lugar, porque me ha afectado lo del perrillo; en tercer lugar, porque la batalla contra el aborto parece perdida de momento. Pero, sobretodo, lo que más me afecta es que mi propio hijo mayor parece estar completamente en desacuerdo; no sólo con mis ideas políticas, -que es lo de menos-, sino con toda mi filosofía de vida; con todo lo que yo pensaba que le había enseñado mediante el ejemplo respecto a valores como el trabajo, el sacrificio o la dedicación a los demás. Sólo me queda esperar que no sea más que un sarampión de la edad y, sobretodo, que no le aleje de su familia.