El gobierno nos trata como a niños pequeños. Yo no soy fumadora y me molesta que se fume en lugares cerrados, pero la campaña antitabaco que llevan las cajetillas me parece repugnante. El problema no es que la gente no conozca los riesgos de fumar. La cuestión es que son libres de hacerlo si lo desean; igual que otros practican el parapente o la escalada, sabiendo que es peligroso para ellos. El gobierno no puede dedicar nuestro dinero a intentar que no cometamos errores. En primer lugar, porque es inútil: todos acabamos cometiendo errores en nuestra vida por más que queramos evitarlo. En segundo lugar, porque forma parte de la maduración psicológica de la persona tomar decisiones, equivocarse y rectificar. Sin ese proceso, seríamos todos menores de edad y tendríamos que permanecer bajo custodia.
La tarea de los gobernantes consiste en administrar el país, legislar las normas básicas de convivencia social y mantener el orden -que no es poco. No tiene el derecho, ni el deber, de meterse en la esfera de nuestra vida privada a decirnos lo que tenemos que hacer. El estado puede informar y aconsejar sobre salud, pero no puede interferir en la libertad de las personas -tampoco de los no nacidos. Además, esa clase de actividades cuestan mucho dinero, que sale de los bolsillos de todos, y no produce ningún beneficio contable, sino que es un gasto a fondo perdido. Un estado paternalista todopoderoso es inviable, y, al final, acaba agravando los problemas en lugar de solucionarlos. Porque, cuando la gente se siente acosada por el sistema, reacciona perseverando en su actitud; en este caso, fumando más.