Tiene poca gracia la doble vara de medir que tienen muchos. Cuando se trata de un rico famoso que violó repetidamente a una niña de trece años, resulta que ella consentía; claro, después de emborracharla y drogarla, tampoco se iba a resistir mucho. Yo tengo una niña de esa edad y además podría ser modelo y se me llevan los demonios cada vez que escucho a alguien justificando a ese monstruo. Porque, claro: eran los años setenta y el sexo y la droga eran algo normal o la chica sabía lo que quería, o ahora ya no sería delito. Debería caerseles la cara de vergüenza a todos. Empezando por su mujer actual, que sabe de lo que habla porque ella también fue una adolescente acosada.
Que la víctima prefiere olvidar el asunto después de veinte años y no sentirse más en el punto de mira, no me extraña nada; pero es que Polanski ni siquiera ha pedido perdón por lo que hizo. Sin embargo, el Papa pide perdón por cosas que él no ha hecho ni ha consentido, por unas pocas excepciones entre millones de sacerdotes católicos fieles y entregados al prójimo, y eso no vale, en cambio. Parece que hay quien desearía quemarle personalmente en una hoguera y sólo así se sentirán satisfechos. Mientras, Roman Polanski en cambio recibe las simpatías de los mismos que cargan las tintas contra Benedicto XVI. Vaya hipocresía.