Si por mí fuera, no comería más que dulces: de primero natillas, de segundo arroz con leche y de postrre tarta. Pero entonces, me pondría enferma y me estaría perdiendo sensaciones únicas. Con la vida pasa igual. Hay quien no desea más que tener regustos agradables, fáciles de lograr. No hay nada más cómodo que alimentar a un niño de chuches. Pero, el niño que llevamos dentro, tiene que aprender también a desarrollar el gusto; y eso sólo se consigue probando diferentes sabores y texturas. El salado también se aprecia rápido con las patatas fritas. La sal de la vida, ya se sabe, son siempre cosas buenas. El amargo ya es más complicado de apreciar. Hace falta un grado de madurez para llegar a gustar del café o la cerveza. Luego queda el picante, sólo para estómagos fuertes y ocasiones especiales.
En la vida, lo más dulce que hay es el amor; pero viene unido al desamor, que es lo más amargo. Así que, es imposible disfrutar del uno sin el otro, aunque sólo sea a ratos. El picante son las pequeñas locuras, cuando nos dejamos llevar por el momento. Pero, igual que con la comida, demasiado picante estropea el sabor de las comidas e impide disfrutar del resto de los sabores. Además, -lo que es más importante-, te deja el corazón hecho trizas. Con una úlcera en el corazón, la vida ya no vuelve a saber igual. Por eso, deberíamos llevar una dieta equilibrada, tanto en nuestro cuerpo como en nuestro espíritu. Así, hacerse mayores será una oportunidad para aprender a disfrutar de nuevos sabores -incluso de las amarguras de la vida-, conservando un regusto dulce en la boca.