Hace tiempo, alguien a quien considero un amigo, me dijo que yo era una friki por leer a Harry Potter. Sí que lo soy, pero, si ser rara significa que no me gusta limitarme a lo conocido, creo que estoy orgullosa de serlo. Sería incapaz de pasarme los días discutiendo sobre moda o las vidas de los famosos. Igualmente, de haber nacido hombre, no podría limitarme a hablar de futbol. No es casualidad que, desde niña ya que me apasionaran los libros y me sumergiera en ellos olvidándome de la realidad. Hacía tiempo, sin embargo, que una novela no conseguía captar mi atención, cuando llegó a mis manos la primera entrega de Harry Potter. Desde el principio, consiguió revivir esa sensación indescriptible de ser parte de la trama y de los personajes. Es mucho más que el argumento de la obra. Es una transmisión de sentimientos.
Resulta fácil identificarse con Harry Potter. Muchos hemos sido aquel compañero de curso a los que los demás consideraban extraño. Muchos hemos soñado con salir del anonimato y convertirnos en los héroes de la historia. Harry Potter representa a todos los frikis del mundo y todo los que alguna vez nos hemos sentido incomprendidos. Pero lo realmente importante de esta saga no es tanto la historia en sí, sino la moraleja. He visto una entrevista con la escritora Jo Rowling, -que es una persona creyente-, y decía que el mensaje básico del libro se refiere al poder del amor; el cual es el más fuerte que existe. La lucha entre el bien y el mal, que supone el principal argumento de estos libros, no se decide a través de la fuerza bruta; sino del poder de la amistad, el sacrificio; y, sobretodo, la capacidad de comprensión más allá de cualquier límite.