Hay quien piensa que yo no razono lo que escribo, sino que repito una lección bien aprendida. Hay quien cree que los cristianos somos de plástico y no sufrimos tentaciones. No sé ya cómo explicar que las personas somos iguales por dentro, sean cuales sean nuestra ideología o creencias personales. Por supuesto que tengo dudas –y a veces las pongo por escrito-; por supuesto que me siento tentada.
No decimos: líbranos de la tentación. Decimos: no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Porque las tentaciones no son obra de Dios, sino del mal que anida en nuestro interior. No es más valiente el que no tiene miedo, sino el que, teniéndolo, lo supera. No es más fuerte el que no siente nada, sino el que siente todas las emociones (amor, odio, deseo, rencor, ambición...), pero no deja que lo dominen. De otro modo, no tendría realmente ningún mérito.
Sería muy sencillo portarse bien si no hubiera otra opción: ser fiel porque no te atrae nadie, ser honrado porque no tienes posibilidades de engañar; ser amable porque no sabes actuar de otra manera. Pero el ser humano es libre y, generalmente, tiene posibilidad de elegir entre muchas opciones. No se trata de estar siempre por encima del bien y del mal.
Naturalmente, siempre queda la opción de hacer lo que crees correcto y despreocuparte por lo que hacen los demás. Esa sí que es una gran tentación que a mí, personalmente, me persigue cada día. Pero, esa llamada a la comodidad es una de las mayores trampas del mal –que no es precisamente tonto, sino todo lo contrario. “El mal avanza porque las personas buenas no hacen nada para detenerlo”. Y en ese momento dejan de ser buenas.