Si nuestro planeta fuera un sitio tan plácido como Pandora de la película Avatar, el ser humano nunca hubiera evolucionado hasta donde estamos hoy. Fueron precisamente las dificultades las que llevaron a los organismos unicelulares a volverse pluricelulares. Más tarde la evolución hizo posible la existencia de invertebrados, vertebrados, aves,peces, reptiles, anfibios y mamíferos. Fueron las circunstancias geológicas y climáticas las que favorecieron la aparición del homo sapiens. Antes que nosotros, los neanthertales habitaron la tierra durante cien mil años años. Los homo sapiens apenas llevamos unos venticinco mil, de los cuales sólo se tiene conocimiento de los últimos cinco mil años.
La Tierra sólo es un pequeño planeta probablemente entre millones en el universo. Suponiendo que Dios existe no estaría pendiente sólo de uno. Pero ante todo está el concepto de libre albedrío. Es decir, que no somos marionetas en manos del Todopoderoso. Eso revela una visión de la religión bastante infantil, propia de quien dejó la catequesis después de la Comunión y no ha vuelto a pensar en ello. Nuestro Dios no es un Zeus que juega con las placas tectónicas cuando se aburre. El hombre tiene libertad de acción y decisión, pero naturalmente está a merced de las leyes de la naturaleza, aunque algunos se hayan creído que ya no nos afectan.
El pecado original es la soberbia: creerse como Dios. Pero la naturaleza de vez en cuando viene a darnos una patada en la espinilla y recordarnos que en este juego no somos más que aficionados. La tragedia de Haití es una más de las que asolan la Tierra. Mientras escribo estas líneas cientos de personas siguen muriendo de hambre, de enfermedades curables o en conflictos armados olvidados en todas partes del planeta, pero ya no son noticia. Tampoco esto será noticia en dos semanas. Por eso he decidido escribir de nuevo mientras a alguien le importe todavía. No puede ser que cualquier problema se convierta en excusa para atacar a los creyentes o desarrollar utopías que quieran salvar a la humanidad a costa del propio hombre.
Hace tiempo leí un libro de ciencia ficción en el que todos los seres humanos habitaban una gigantesca ciudad y no salían nunca de allí. Dentro tenían todo lo que necesitaban y estaban seguros. Todos vestían igual y comían lo mismo. Pero no eran felices. Les faltaba la incertidumbre, la aventura y el peligro. Parece que algunos también pretenden crear un nuevo orden mundial donde todos sigamos las consignas de un único estado. Eso ya se ha intentado antes y ha sido desastroso. Se olvidan de la libertad. Tal vez en Haití no hubiera muerto nadie si tuvieran edificios especiales como los de Japón, pero entonces ya no sería Haití, sería otro Japón más pequeño.
Si algunas personas prefieren vivir en la selva de la recolección y la caza, mientras otros se dedican a vagar por el desierto, es posible que no tengan educación ni sanidad, pero son felices así y no tenemos ningún derecho a cambiar sus vidas según nuestro modelo ideal. Siendo así, es inevitable que pasen épocas de hambruna si escasea la caza o sufran fenómenos naturales como sequía o inundaciones. La comunidad internacional debería estar preparada para ayudar en esos casos con rapidez y eficacia, pero sin intentar interferir en sus propias decisiones. Ni Dios tiene la culpa de los terremotos, ni los hombres tenemos capacidad para impedirlos. Sólo nos queda intentar aprender algo de todo ello.