La verdad es que me gusta vivir mi presente, lo cual no significa lo mismo que disfrutar el momento. Lo segundo tiene más bien el sentido de llevar una vida ávida de emociones y carente de responsabilidades. No me refiero a eso, sino a disfrutar lo que tengo en este momento, valorarlo y, por tanto, no ponerlo en riesgo de ninguna clase. Como los místicos de todas las religiones, sin llegar a su nivel, procuro aprovechar las cosas que se consiguen gratis, como un rayo de sol por la ventana, el canto de los pájaros o un beso.
No quiere decir que no me guste, de vez en cuando, hacer algo especial, viajar o comer fuera, comprar ropa o darme algún capricho. Pero precisamente lo aprecio por ser algo no habitual. Así procuro enseñarles a mis hijos que vale más, por ejemplo, un sólo regalo elegido por tí que una nube de obsequios que no necesitas. Pero tampoco quiero obligarles a ir por mi camino. Comprendo que los amigos tiran mucho y las consignas de la televisión. Me conformaré con que no caigan en adicciones.
Sin embargo, soy consciente de que tengo tiempo suficiente para dedicarlo a otras actividades. Me hubiera gustado poder seguir estudiando idiomas, pero no puedo perder el tiempo en ir a Madrid dos o tres veces por semana. El trabajo de la ong está muy parado. He sido un poco ingenua porque no me dí cuenta de una realidad: las labores importantes las hacen profesionales, no voluntarios, porque no pueden arriesgarse a perder dinero por una mala gestión.
De manera que sigo dedicándole a internet más tiempo del que debo o me gustaría. Me pasa como a esos ex novios que, a falta de algo mejor, siguen viéndose de vez en cuando. Escribir me llena mucho y además también es un vicio difícil de dejar. Me parece que el destino no me tiene destinado nada más de momento, pero, como siempre digo, me conformo con conservar lo que ahora tengo, porque realmente no necesito más.